Venezuela y Cuba: carnadas irresistibles para la izquierda puertorriqueña

Alberto Medina
5 min readOct 20, 2018
Fotos que nos hacen daño…

Resulta profundamente irónica la reacción, a veces burlona y otras indignada, de “la izquierda” boricua ante el apoyo de Ricardo Rosselló a la oposición venezolana, y a su pretensión de convertir a Puerto Rico en el “centro logístico” de dichos esfuerzos. No porque la iniciativa no merezca todo tipo de crítica y mofa, pues las merece con creces. Sino porque, en este tema, como dicen los amigos de Ricky, the joke’s on us. Sin querer queriendo, este más reciente disparate rossellista ha aguijoneado a quienes poca excusa necesitan para montarse en su caballito de batallas favorito: la discusión sobre los gobiernos socialistas de Cuba y Venezuela — un debate que no podemos ganar y que, el meramente tenerlo, le ha hecho daño irreparable a las fuerzas progresistas en este país y, sobre todo, al independentismo puertorriqueño.

No me considero ni marxista reventa’o ni capitalista empedernido. Ni castrista ni chavista, pero tampoco anti-ambos, aunque confieso que frecuentemente simpatizo más con los pro que con los contra. Me parece razonable opinar que ha habido mucho que celebrar en las revoluciones cubana y bolivariana, y mucho que lamentar sobre algunos aspectos de la vida en esos países. Cuánto de esto último se debe a fracaso ideológico y mala gobernanza, y cuánto se debe a las intervenciones e interferencia de Estados Unidos y otros actores poco escrupulosos, es un debate importante, complejo, y totalmente contraproducente para quienes tenemos como norte el avance y la libertad del pueblo puertorriqueño.

No es difícil diagnosticar lo que hay detrás de tanta afición por los controvertidos gobiernos de estos países. Algunos (creo que una minoría) que se autodenominan socialistas en propiedad sentirán una afinidad ideológica natural. Muchos otros (creo que una mayoría) que se sienten parte de una “izquierda” ampliamente definida, se identificarán con gobiernos que, en teoría, han llevado la izquierda a su máxima expresión. Y, en momentos en que la gente se define políticamente basándose menos en lo que apoyan que en lo que repudian, muchos verán en ese abrazo a Cuba y Venezuela un rechazo a la derecha y, sobre todo, al “imperialismo yanqui” — elementos que, concuerdo, deben ser debidamente repudiados.

Sin duda, la relación antagónica de estas naciones con Estados Unidos juega un rol fundamental. Cuando tantos países latinoamericanos han sido perros falderos — y, a veces, puros lacayos — de Washington, D.C., es más que entendible aferrarse a dos países que constantemente han criticado y desafiado al más poderoso del mundo. Doblemente entendible para los independentistas, pues Cuba y Venezuela históricamente han apoyado el reclamo libertario de nuestro pueblo, y así lo han hecho constar en importantes foros internacionales.

Pero, ¿qué beneficio le ha sacado, por ejemplo, el liderato del PIP — que, independientemente de esta crítica, recibe mi voto y tiene mi máximo respeto — a tan estrecha relación con quienes el mundo considera dictadores y tiranos? ¿Qué hemos logrado con esto los propulsores de ideas liberales y libertadoras para nuestro Puerto Rico? ¿Acaso alguien piensa, a estas alturas del juego, que las resoluciones en la ONU y en la OEA, que quizás son producto de esos vínculos, nos acercan a la meta de construir el país más justo, próspero y soberano que deseamos?

Si bien lo que ganamos no queda muy claro, lo que perdemos debería ser obvio. Confirmamos las peores sospechas de quienes ya han sido condicionados a tildar a los izquierdistas e independentistas de comunistas radicales y antidemocráticos. Le hacemos la tarea más fácil a quienes argumentan, de manera ignorante y deshonesta, que un Puerto Rico libre estaría destinado a sufrir el hambre y la miseria que — creen ellos, y no siempre se equivocan — imperan en Cuba y Venezuela. Contribuimos a la marginación ideológica y política de quienes luchan por la justicia y el bienestar de nuestro país; todo por tomar una postura puramente simbólica en un asunto de relaciones internacionales sobre el cual, como colonia, podemos hacer poco o nada.

Anticipo dos objeciones a mi argumento: 1) Que en Puerto Rico y en el mundo están equivocados sobre Cuba y Venezuela; que sus gobernantes y sistemas políticos han alcanzado importantes logros por el bien de su gente y que, por eso, es justo y necesario nuestro apoyo. 2) Que expresar o dejar de expresar ciertas convicciones políticas, basado en el “qué dirán”, es capitular ante las calumnias históricas de gente que nos rechazaría comoquiera.

Le deseo suerte, pero le vaticino fracaso, a quien intente convencer a un porcentaje significativo del pueblo puertorriqueño — esos que entienden poco de la política en Puerto Rico, menos de la política en Estados Unidos, y nada de la política en cualquier otro país — de lo primero. Por menos que nos guste, vivimos bajo la influencia masiva de fuerzas políticas y mediáticas en Estados Unidos que han pasado una sentencia casi unánime sobre estos países y especialmente, en estos momentos, sobre Venezuela. La izquierda y el independentismo puertorriqueño ya tienen por delante la tarea titánica de persuadir a nuestro pueblo, dentro del marco de toda esa influencia norteamericana, sobre la verdadera naturaleza de nuestro colonizador y coloniaje. No me parece prudente complicar innecesariamente ese esfuerzo. Claro que se puede caminar y mascar chicle al mismo tiempo, pero a veces uno tropieza y se atraganta con el chicle.

Precisamente porque la tarea de persuadir a nuestros compueblanos de que otro camino es posible — y mejor — es tan difícil, y porque comenzamos con tantas desventajas, es imperativo ser, a la vez, optimista y pragmático. Lo primero, descartando la noción de que algunos o muchos nos van a rechazar comoquiera. Aunque sea cierto, hay que actuar como si no lo fuera, pues la alternativa es autocondenarse a ser eterna minoría y abandonar el ideal de la política como una gran conversación pública entre ciudadanos que pueden convencer y convencerse. Lo segundo, aceptando que la persuasión y la política requieren ser estratégicos, hacer concesiones y refinar tácticas para ser más efectivos. No debería ser necesario (pero tristemente lo es) recordar que el objetivo no es ser el más ideológicamente puro ni el más moralmente indignado, sino ser efectivo: promover nuestras ideas, ganar elecciones y transformar el país — sin prescindir de nuestras creencias fundamentales.

No propongo que nadie abandone su apoyo al gobierno de Maduro o al legado de la Sierra Maestra. Propongo que cada cuál evalúe qué lugar ocupa el aprecio a Venezuela y a Cuba dentro de sus prioridades ideológicas y proyectos políticos, y que haga ese análisis de costo-beneficio sobre expresarlo con tanto entusiasmo. Hay decenas de millones de venezolanos y cubanos, y muchos más alrededor del mundo, enfocados en el destino de esos países. Somos un par de millones (y, de manera activa y consecuente, muchísimos menos) trabajando para mejorar este pedacito de tierra. Ser, en este sentido, nacionalista — sacrificar, incluso, nuestro compromiso con nuestros hermanos latinoamericanos, si dificulta el progreso en nuestra propia patria — no solo es recomendable. Puede que sea necesario.

Allá Rosselló con sus embelecos y ambiciones de ser, además de estadista, golpe-de-estadista. Como siempre suele ser cierto, la mejor respuesta ante la ridiculez es el silencio. Tenemos cosas más importantes de que hablar. Tenemos mejores cosas que hacer.

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Alberto Medina

Writer/editor. Communications Specialist. Supporter of Puerto Rican Independence.